La cuesta de la Atalaya, la más pindia (con más pendiente) de todo Santander, puede ser una medida segura para el éxito. Ceferino Carrión Madrazo, Cefe para la familia y después Jean Leon para el resto del mundo, lo sabía. Subir aquello día tras día imprime carácter. A lo mejor por eso tuvo la vida que tuvo y se convirtió en el español que más deslumbró al Hollywood dorado de los cincuenta y los sesenta. Aquel gueto de glamour se daba cita al completo en La Scala, el restaurante que abrió en Los Ángeles este personaje emprendedor, lúcido, visionario y hecho a sí mismo (un documental sobre su vida se estrena el próximo 27 de abril). Allí, entre los hornos, el trajín, las botellas y las mesas en semicírculo, Paul Newman, Marilyn Monroe, Billy Wilder, Orson Welles, Frank Sinatra o John Fitzgerald Kennedy, por citar a algunos, se pirriaban por sus lasañas y aprendían a beber buen vino.
Lo más probable es que también supiera huir pronto de las desgracias en busca del éxito: el que le hiciera olvidar el infierno de haber pertenecido a una familia del bando perdedor en la Guerra Civil, de haber visto su casa devorada por las llamas en el incendio de 1941, que asoló la ciudad donde había nacido y les dejó a él y a sus ocho hermanos en la calle, con lo puesto. Hoy, una plaza con su nombre artístico le recuerda en la ciudad de sus orígenes. Pero entonces, aquel mal golpe les obligó a irse a buscar fortuna en Barcelona, donde su padre, Antonio Carrión, podía encontrar el trabajo que en Santander le negaban los vencedores. Le habían acusado de algunos crímenes que Ángeles, su mujer, limpió presentando ante el juez a todas las víctimas de las que se le acusaba de haber matado en la guerra.
Pero después de aquello y de haber salido de la cárcel, el padre de Cefe y su hermano mayor, José Antonio, no corrieron mejor suerte. "Un pariente les consiguió trabajo como marmitones (en la cocina) y de camareros en un mercante del hermano de Franco, Nicolás, hundido por el torpedo de un submarino en alta mar", afirma José Ramón Saiz Viadero, historiador, autor del estudio Jean Leon, el santanderino que enseñó a comer a las estrellas. Se los tragó el destino. Después de aquello, el joven Cefe se largó a América. "Fue el día del Carmen", recuerda hoy su hermana Ana María, que vive en Barcelona. "Se puso como un pincel para ir de fiesta, pero no regresó a dormir y no volvimos a saber de él hasta que volvió en los cincuenta", asegura. Parece que todos los males de ojo le habían venido juntos y no estaba dispuesto a ser una carga para su madre viuda y sus hermanas, que se tuvieron que poner todas a trabajar como peluqueras tras la tragedia que les dejó huérfanas de padre.
Hasta siete veces intentó embarcarse como polizón en un barco desde El Havre, en Francia, según dicen sus hermanas Ana María y Conchita. Al final lo consiguió. Y en alta mar empezó a reírle la buena suerte, como cuenta Sebastián Moreno en su biografía Jean Leon, el rey de Beverly Hills (Ediciones B). Un marinero negro le descubrió, pero no lo delató e incluso le fue alimentando hasta que desembarcaron en Nueva York. Leon jamás pudo encontrar a ese ángel de alta mar que le abrió la puerta de sus sueños.
Entonces, Ceferino los desconocía: eran muchos y sin orden concreto. Por supuesto, triunfar. ¿En el cine? "Yo creo que ése era su deseo más dorado y que no lo consiguió", dice Agustì Vila, autor del documental sobre Jean Leon. "Pero si no logró ser actor, consiguió algo más grande: ser admirado por todas las grandes figuras del Hollywood de aquella época", afirma Vila.
No le costó mucho conquistar Hollywood, adonde llegó después de haber lavado platos y trabajado duro en Nueva York. Ya se había cambiado el nombre. Perdió los papeles y se hacía llamar Justo Ramón León. Simpatía, discreción, varios filetes de extranjis para actores que se convirtieron después en mitos como James Dean y arrimar el hombro en los momentos duros le granjearon las primeras amistades en el Villa Capri, el restaurante donde fue camarero antes de ser empresario.
Por el Villa Capri paraban, entre otros, Frank Sinatra y Joe DiMaggio, el jugador de béisbol casado entonces con Marilyn Monroe. Los ataques de celos del deportista eran frecuentes y una noche en la que él sospechaba que la actriz se había dado cita con un amante, convenció a su amigo Sinatra, que estaba en el Villa Capri, para que le acompañara a darle una paliza al tipo. Salieron y apalearon a un bulto, con tan mala suerte que en la estancia había un hombre y una mujer, pero no eran ni Marilyn ni su amante. Sinatra nunca pudo ser acusado de nada. Gracias, entre otras cosas, a que ese chico camarero del Villa Capri que ya entonces se hacía llamar Jean Leon declaró siempre que no había visto al cantante salir del establecimiento.
Bien fuera porque no convenía andar a malas con Sinatra, al que ya se relacionaba con la Mafia, cosa que Leon siempre negó, o a que Frankie realmente le caía bien y le daba buenas propinas, el caso es que Jean se granjeó su amistad para siempre.
La relación con James Dean fue diferente. El chaval era bien majo y al parecer con talento, algo que comprobó Jean Leon cuando vio Al este del edén, de Elia Kazan. Antes, el camarero ya les había quitado el hambre a él y a sus amigos ?entre los que estaban Sal Mineo y Natalie Wood? en el Villa Capri cuando sólo eran actorzuelos con sueños de grandeza. Los dos hicieron buenas migas entre los manteles. Tantas, que se puede decir, según Moreno, que Leon era uno de los amigos más próximos de la nueva estrella. El día en que murió, uno de los que estuvieron cerca fue él. Habían planeado los últimos detalles del papeleo de lo que estaban a punto de montar juntos: un restaurante. Pero las cosas se torcieron rápido, a toda velocidad: la de un Porsche sin control. En mala hora había terminado la prohibición de la Warner Bros.: no le permitían hacer carreras de coches hasta que concluyera el rodaje de Gigante, la nueva película que protagonizó junto a Rock Hudson. Ese día rodó la última escena y podía ir a correr el fin de semana a Salinas con su Porsche Spyder. En el camino se le cruzó un Ford. Murió y nació el mito.
Fue otro golpe duro para Jean Leon, pero el hombre no estaba dispuesto a renunciar a nada. El problema era el dinero, pero ahí estaba su cuñado, el abogado Karl Kaetel, para prestarle los 3.500 dólares que necesitaba para abrir el negocio. Leon lo tenía claro. Un restaurante italiano, buenos vinos. Carta extensa con especialidades: los mejores productos, no dar gato por liebre. Así llegó el triunfo y el local se convirtió en el centro gastronómico de Hollywood. No había mesas disponibles y bien podías encontrarte a Warren Beatty comiendo en la cocina o a Marlon Brando haciendo cola. "Había noches en las que se servían 275 cenas", cuenta Moreno en su libro.
Luego estaban quienes encontraron en Jean Leon todo un cicerone de la buena vida, como Paul Newman, que confiesa que le enseñó a comer con conocimiento y a abandonar esas ensaladas de apio, pimienta y sal que acompañaba con toneladas de cerveza. "Con el tiempo supo acabar distinguiendo un filete de ternera de otro de buey", asegura Moreno.
Entrar en La Scala era un espectáculo. En una mesa podía estar Orson Welles poniéndose morado, "ese glotón", como le llamaba el restaurador; en otra, flirteando Joan Collins y Warren Beatty; escondida y apartada podríamos encontrar a Greta Garbo; casi a diario, a Cary Grant; en cualquier momento podían entrar Rita Hayworth o Natalie Wood, o podían llamar por teléfono de la Casa Blanca para que se sirviera un almuerzo a la corte del presidente Kennedy. Los encargos también tienen leyenda. Cualquier noche, Elizabeth Taylor podía pedir desde Londres que le enviaran empaquetados unos canelones o unas lasañas.
No fue eso lo que pidió Marilyn Monroe para su última cena? La historia ha cobrado estos días actualidad. Entre las pastillas y los barbitúricos que analizaron en la autopsia debían quedar restos de los fetuccini Leon que Jean le sirvió aquella última noche. Era habitual el servicio a domicilio y Marilyn había llamado más veces, cuenta Moreno en la biografía. Él contestó personalmente a la llamada el 5 de agosto de 1962. También llegó a contar que no estaba sola aquella noche. Por aquel entonces mantenía un romance con Robert Kennedy. Su relación con el hermano de éste, John Fitzgerald Kennedy, el presidente, ya era historia.
Las relaciones de Leon con España siempre jugaron el factor sorpresa, sobre todo para su familia. "Volvió para mi boda", asegura su hermana Conchita. Eso fue a principios de los cincuenta, cuando todavía no tenía el restaurante y trabajaba en el Villa Capri. Pero como había sido delatado por algunos de sus amigos por desertor, regresaba siempre de incógnito y a escondidas: "Aquella primera vez lo tuvimos en casa oculto", cuentan hoy sus hermanas. "Vio la boda, pero desde un rincón apartado en la zona alta de la iglesia para que no le reconociera nadie".
Tardó tanto en volver que le dieron por muerto. Hasta que reapareció 13 años después, casado y con dos hijos. La segunda vez que anduvo por Barcelona ya había hecho de representante internacional del Real Madrid, el de Di Stéfano, Puskas y Gento, que, por cierto, causó sensación. De los pocos altercados que se recuerdan, fue el disgusto que se cogió Rita Hayworth cuando no pudo disfrutar en una de las fiestas de los jugadores y las estrellas lo que hubiese querido: "Estaba empeñada en entrenar a Gento en privado", cuenta Moreno en la biografía, y no pudo.
Por entonces, la identidad de Leon era un misterio para todo el mundo. La mayoría de las estrellas creían que era francés. Lo que ya catapultó su nombre hasta la posteridad, más allá de su muerte en 1996, fue el último capítulo de su vida: el vino. En eso también fue pionero, visionario y afortunado. "Se empeñó en plantar cepa francesa (cabernet sauvignon) en Cataluña. La gente pensaba que estaba loco, pero lo tenía muy estudiado y muy pensado. Quería dar trabajo aquí a su familia", comenta hoy Ana María. "Un amigo de mi marido le dijo: '¿Has visto a ese americano lo que quiere cultivar aquí? Se debe creer que somos tontos'. Y mi marido le contestó: 'Ese americano que dices es mi cuñado'. Se quedó alucinado".
Pero Jean Leon lo hizo y su nueva hazaña no pasó inadvertida en absoluto. No sólo las estrellas comenzaron a hacerle propaganda: la Casa Blanca, en época de Ronald Reagan, adoptó el vino para sus cenas oficiales y así lo hizo célebre en todo el mundo. Fue su último gran brindis.
FUENTE: Diario "El País", domingo 8 de abril de 2007
1 comentario:
hola que tal vaya como mola tu blog lo visite porque apareces en el de mi amigo y esta muy guay. me encanta la peli y cuando vi meli en volver a empezar pense: jo tia este blog debe estar genial y no me equivoque. enhorabuena es estupendo, aunque yo pondria
algo mas de marylin, que me encanta
besoso guapa
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